miércoles, 4 de septiembre de 2013

Elladia y Dalith - Autor: Rodra

Dalith: Espadachin Humano - Elladia: Batidora Humana

Elladia es la hija menor de Edhior, el alcalde de Lólinder. Su infancia transcurrió tranquila. Más tranquila de lo que cualquier niña pueda desear. Siendo hija de un padre severo y teniendo un hermano sobreprotector, pocas fueron sus oportunidades de conocer el mundo, e incluso, pocas fueron las veces que abandonó su casa. Habiendo perecido su madre al darle a luz, Dalith la atendía y la colmaba de atenciones, convirtiéndola en la niña mimada de la familia a la vez que sin saberlo, moldeaba el corazón de la jóven a su favor. 
El día de su diecisieteavo cumpleaños, la muchacha decidió poner todas sus cartas sobre la mesa y apostar su felicidad en una sola mano. Esa misma noche, esperó a que todos estuvieran dormidos para presentarse en la recámara de su hermano. Dalith disfrutaba plácidamente del abrazo de morfeo entre sus sábanas de lino. Abrazo que su hermana decidió deshacer, no sin antes despojarse de todas sus vestiduras. Habiéndose desnudado, procedió a sacudir el hombro del dormido, llamándole en susurros.
El jóven abrió los ojos, aún embotado por el sueño, sintiéndose llamado para un propósito superior. Cuando despertó lo suficiente para tener un panorama de su alrededor, la perfección de la visión lo dejó azorado. Una jóven hermosa se desperezaba desnuda junto a su cama. En un principio, atribuyó la visión a las bendiciones con las que Morfeo nos otorga. Posteriormente, reconociéndose despierto, enfocó su vista en los rasgos de la muchacha, reconociendo en ella a la hermana que colmaba de atenciones. Nada pequeña fue su estupefacción cuando entre susurros la jóven con la que compartía cama (¿Cuándo y cómo se había acostado?) le hizo conocedor de sus sentimientos y le prometió amor eterno y un paraíso de mil maravillas junto a ella.
Así como nada pequeño fue el disgusto de Elladia cuando fue rechazada firmemente por el objeto de sus deseos. En ningún momento cesó los susurros a los atentos oídos de Dalith, y no pasó demasiado tiempo hasta que vió su voluntad flaquear. Insistente en una forma que sólo su enorme deseo podía lograr, finalmente convenció a su hermano de hacerla suya.
No fue hasta largamente pasada la medianoche cuando se dispusieron a dormir, mas el deseo de liberar el estrés de Dalith lo forzó a abandonar el hogar al despuntar el alba, dirigiéndose a entrenar al bosque. De vuelta en la casa, unos atronadores golpes en la puerta despertaron a la jóven doncella, que se apresuró a vestirse. Al salir al pasillo, se encontró con Kraster, el capitán de la guardia, que mencionó algo sobre unas hierbas en el bosque. Sin más demora, la llevó tras él, uniéndose otros guardias en el camino. 
Una vez internados en el bosque, Elladia comenzó a temer por su vida. La mirada de los guardias de repente no parecían tranquilizadoras, sino... Hambrientas. Finalmente llegaron a un claro, donde la despojaron de sus vestiduras. Lloró, gritó, pataleó e incluso mordió una mano, pero fue en vano. Un golpe con un guantelete de acero logró acallarla y bajar su mirada.
De repente, un bramido resonó en el claro. No podía ser otro que su hermano. Respiró aliviada. Lo sabía un buen espadachín, probáblemente mejor que todos los guardias juntos. Entonces volteó para verlo. Abatía guardia tras guardia con una facilidad y un odio poco comunes en su raza. Entonces sintió una espada al cuello y el tiempo se detuvo por un momento. sólo para ella y su hermano. Vió determinación en sus ojos y percibió un leve asentimiento. Se entendieron como nunca y Elladia se preparó para correr. Siempre había tenido una complexión elástica y corría más rápido que todos los hombres de su edad. No alcanzó a ver qué hizo su hermano, pero apenas se vió libre, se largó a correr.
Sabía que había al menos un guardia siguiéndola, pues oía sus pisadas. Si tan sólo tuviese su arco consigo, esos guardias estarían convertidos en alfileteros. Nada deseaba más que encontrar algún arco... Bueno, aún más deseaba a su hermano.
Como si su pensamiento hubiese detonado la realidad, un grito ahogado llegó a sus oídos desde el claro. No le fue difícil perder el rastro a sus perseguidores y volver al claro, buscando a su amado.
Lo encontró, pero su hallazgo no le reportó la satisfacción que esperaba. El jóven, antes lleno de vitalidad, yacía a sus pies, cubierto entero de sangre, y no toda ajena. Numerosas heridas mutilaban su cuerpo y no había rastro de pulso en su pecho, atravesado de lado a lado por una espada. Y lo que la llenó de ira: Kraster y otros guardias no estaban muertos y pronto despertarían. Un pensamiento atravesó su cabeza: No les dejaría tener su cuerpo. Tomó el cuerpo de su hermano. Muerto parecía más pequeño, pero eso no disminuyó la carga. Caminó (pues el peso no le permitía otra cosa) lenta e incansablemente hasta su casa.
Al volver al lugar que llamaba hogar, comprendió una cosa: Ella no pertenecía a una casa de piedra. Esos cascotes no significaban nada para ella. Su lugar estaba con su hermano, y de no ser eso posible, en ninguna parte. Y definitivamente, no donde siempre. Dejó el cadáver en el umbral de su puerta, se escabulló hasta su cuarto, tomó un cuchillo, su arco y unas flechas y volvió al refugio del bosque. Refugio que nunca más abandonó.

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